Así como lo bello, tal como lo presenta Baudelaire en El pintor de la vida moderna, conjuga siempre lo eterno e invariable con lo relativo y circunstancial, así también en el ensayose reconocerá la presencia de aquello que Adorno llamará su carácter mestizo, alojado en el intervalo que existe entre la producción científica y la creación artística.
El ensayo no obedece la regla del juego de la ciencia y la teoría organizadas, según la cual, como dice la proposición de Spinoza, el orden de las cosas es el mismo que el de las ideas. Puesto que el orden sin fisuras de los conceptos no coincide con el de lo que es, no apunta a una estructura cerrada, deductiva o inductiva. Se revuelve sobre todo contra la doctrina, arraigada desde Platón, de que lo cambiante, lo efímero, es indigno de la filosofía (Adorno, 2003, p 19).
Sin embargo, aun cuando la fuerza de la operación ensayística esté determinada por la crítica al pensamiento devenido sistema y a la teoría cristalizada Adorno previene, criticando a Lukács, que no por ello habrá de apresurarse en atribuírsele una forma artística ya que su aspiración es a la verdad y su medio es el concepto (Adorno, 2003).
Ni ciencia ni arte, radical en su no radicalidad, considerado con lo que no tiene identidad, gustoso de lo paradojal, el ensayo “no quiere buscar lo eterno en lo pasajero y destilarlo de esto sino eternizar lo pasajero” (Adorno, 2003, p 20).
Evita toda reducción a un principio rector y acentúa lo parcial y lo fragmentario en detrimento de lo total y lo definitivo. Otorga dignidad ontológica a lo mínimo y a lo fugaz y habilita la singularidad y lo extraño.
Como el arte, crea imágenes y como la ciencia, produce conceptos.
Más dialéctico que la dialéctica cuando se presenta a sí misma, reúne en sí mismo, y de ahí su mestizaje, el procedimiento poético de las intelecciones con el espíritu crítico de las imágenes.
Ahora bien, ¿es posible afirmar la criticidad de las imágenes? ¿No se acostumbra a situar su carácter engañoso y falsario?
En nuestros días, la barbarie y la violencia se ofrecen a su puesta en imagen de acuerdo a dos modalidades, en apariencia contradictorias, como son la nada o la demasía, el defecto y el exceso, la censura y destrucción por una parte y la proliferación.
Largo debate filosófico, que se remonta al desacuerdo entre Aristóteles y Platón acerca de las potencias y los peligros de la imagen (Eikon) y de la memoria, y de las diferencias y las similitudes entre la imaginación y el recuerdo. Como la memoria, las imágenes mienten y generan ilusiones, son manipulables y engañan.
En la contemporánea abundancia de imágenes, producidas como objetos del consumo de masas, siempre bien dispuestas al culto mediático y a la espectacularización, se requiere un gran esfuerzo para no sucumbir a la ilusión referencial y a la tentación fetichista. La industrialización de las imágenes arrastra a la creencia a quiénes las contemplan y exige, por lo tanto, una mirada dispuesta a confrontar el escepticismo radical que afirma que toda verdad se funda en una carencia y que toda imagen es una desmentida de esa carencia, por lo tanto, que toda imagen es fetichista.
Frente a esta imagen-fetiche que cubre la ausencia, opondremos la imagen-jirón. O la imagen onírica. Imagen que no es ilusión pura ni toda la verdad, que es destello y no sustancia, a veces fetiche otras veces hecho, a veces defensa y otras veces creación, vehículo de belleza y lugar de lo insondable, de la consolación y de lo inconsolable.
No se trata de la imagen como un todo, con la capacidad de totalizar lo real, al punto de sustituirlo sino de la oportunidad, si se mira bien, de establecer un punto de contacto posible entre la imagen y lo real y distinguir lo que hace velo de lo hace síntoma, lo que inmoviliza a la imagen en su producción reglada (donde nadie ve nada) y lo que desborda la imagen hacia su excepcionalidad desgarradora.
G. Didi-Huberman